30.12.09

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¡Ya era miércoles! Y hasta el despertador, inanimado compañero de rutina, sonaba diferente aquella mañana. Danzaba por el pasillo ebrio de sueño, como tras toda la noche de copas con Morfeo. Aquel iba a ser un miércoles como esas engorrosas conversaciones de ascensor, porque sus días, sus días eran más bien como las cosas mismas, algunos días eran como sillas desencoladas, mientras que otros eran tan dulces como las sonrisas de ortodoncia. Colgó su piel de dormir y se embutió en un parduzco traje de chaqueta, que más que traje era chaqueta sola, pero las palabras lo habían elevado al estadio de vestimenta completa.

Llegó al banco donde trabajaba. Desde el instante en que cruzaba la puerta se esgrimía en su cara una sonrisa tatuada con la naturalidad de quien deja un sombrero en una silla, pero la realidad le pesaba como un yugo. Y era extraño, porque aquel miércoles olía a martes, olía a almendras amargas y los martes olían así. Tal era el olor a martes que hasta en los registros ponía que era martes, cosa, por otro lado, impensable para él.

Salió a la calle y la gente se comportaba como si fuese martes, esto le molestaba terriblemente. El suave tintineo de los semáforos sonaba a martes, las bocinas, algarabía o la simple amalgama de sonidos urbanos eran de martes. Agobiado no pudo otra cosa que mirar su calendario para tranquilizarse y ver que era miércoles.

Llegó a casa, puso el noticiario y era martes. Alterado, volvió a mirar su agenda, tachándose de paranoico y mil encantos más, vio que era miércoles. Se quitó la corbata, colgó su traje de no chaqueta y volvió a coger su desusada piel. Él siempre se había considerado heredero de pasos en falsos, dadivoso de alto coste y, por lo general, abstemio de sentimientos, sin embargo, el hecho de que una ciudad entera pensase que era martes le llenaba las venas de pegamento.

Él, solo contra un día extraviado y una ciudad entera, ¿cómo convencerlos de que era miércoles? Jamás se había enfrentado a una batalla de tal envergadura, aquella idea le producía una horrible sensación, como si mil hormigas de acero le taladrasen el cerebro. No lo soportaba más, y al verse solo frente a un mundo equivocado decidió rendirse. Acto seguido y sin mediar palabra (ni con su despertador) ató una soga de la viga más alta del techo y se ahorcó, porque, desde luego, no merece la pena vivir un día por delante que el resto del mundo.