Vivo en una casa vieja, fría y de techos altos; llena de viejos y cálidos amigos. Tengo un cajón únicamente destinado a bolígrafos y mecheros, una cafetera oxidada, una silla rota, un televisor que no funciona y una torre de paquetes de tabaco entre libros de Bukowski y la nada. Tengo una cama de matrimonio, insomnio y un sofá que hace las veces de nicho ecológico.
Escribo diarios porque siempre he sospechado que el cambio, además de inevitable, es morir para ser otra persona cada mañana. Tengo demasiadas manías y miedos acentuados por una carrera que me hace pensar que todo lo que siento lo dirige directamente mi amígdala. Sufro, a veces, una especie de envidia universal de conductas y me gusta todo lo que no soy. Y, a menudo, sobre todo cuando hace frío o me piden opinión abiertamente me veo envuelta en disonancias cognitivas. Me tiemblan las manos cuando hago cigarros que yo no fumaré pero nunca me ha temblado la voz para hablar de cosas que desconozco.
... y a pesar de todo, y achacándolo a la adultez emergente a veces no entiendo nada de lo que me rodea.
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